No acaban de emerger algunas tímidas voces que insinúan escudriñar y tantear cautelosamente las posibilidades para una salida política a nuestro prolongado conflicto, cuando otras voces –ya no tan cautelosas y mucho más numerosas- advierten sobre la inutilidad y desacierto de esta opción.

En efecto, los detractores de los acercamientos  y de unos eventuales diálogos de paz con la insurgencia, echan mano de argumentos ya conocidos que han demostrado su inutilidad para detener la violencia y el desangre intestino en nuestro país: los ceses bilaterales de hostilidades no conducen a la paz porque lo único que han conseguido es la reaparición de una guerrilla refrescada, reequipada y descansada que no cambia sus métodos; dicen, también, que el anuncio de las Farc sobre el abandono de la inhumana práctica del secuestro no es meritoria porque sus finanzas se basan en el narcotráfico, y además este grupo guerrillero continuaría privando de la libertad a militares y policías con propósitos políticos; otros más, aseguran que la derrota definitiva de las Farc no es imposible y que, por tanto, el único camino que queda a la insurgencia es el sometimiento sin condiciones y la dejación total de las armas.

Se trata, entonces, de los partidarios de la paz a través de la guerra. Desde su perspectiva, la paz no se construye sino que se impone, se obtiene por medio de la fuerza. Ya los actuales comandantes militares han reeditado la tristemente célebre frase del ex comandante Freddy Padilla sobre el fin del fin del conflicto –afirmación hecha por este oficial a finales de la era Uribe-. En una entrevista concedida a El Tiempo, los mandos militares aseguran que

“hemos prácticamente llegado a la última etapa del conflicto. Lo que pasa es que no sabemos cuánto va a durar. Pero generalmente esta es la etapa más corta y la más empinada, la que más tiene dificultades”.

Al parecer, las lecciones y la experiencia del pasado no ha servido para otra cosa que para reafirmar la posición de los «guerreros–pacificadores»; sus esperanzas y sus apuestas por una Colombia en paz pasan, primero que nada, por la intensificación de la guerra y el menosprecio por opciones alternativas.

Sin embargo, es menester dejar a un lado el síndrome del Caguán–tal como asegura el profesor Carlos Medina Gallego-. Vale la pena dar cabida a otras fórmulas para la terminación del conflicto y la reconciliación en Colombia. Bien haríamos los colombianos que queremos un país en paz en responder a aquellas voces guerreras que, al contrario de lo que dicen, apenas estamos en el inicio del inicio en la construcción de un futuro pacífico.

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