No es suficiente con darles tierra a los campesinos, es necesario proveerlos de una institucionalidad que los proteja del despojo.

La Ley de Víctimas y Restitución de Tierras puede ser un aporte histórico para lograr lo que nunca se ha alcanzado en Colombia, a pesar de la expedición de la Constitución de 1991 y de los anteriores intentos de liberales reformistas (López Pumarejo, Lleras Restrepo y Lleras Camargo): el reconocimiento de los campesinos como ciudadanos de primer orden.

Este marco normativo lo podría conseguir al regresársele la tierra a los campesinos, el activo de poder más importante del mundo rural.

Pero el solo hecho de entregar la tierra no es suficiente.

Nada asegura a los beneficiarios de la Ley que vuelvan a perder sus propiedades a manos de grupos paramilitares, guerrilleros, terratenientes y todos aquellos que históricamente se han opuesto, con violencia, a la ampliación de la comunidad política en el país.

Uno de los problemas de los campesinos radica en que, en el marco de lo estipulado en la Carta Política de 1991, quedó relegado a un segundo plano frente a otros sectores vulnerables como los indígenas y afrodescendientes, en lo que a derechos se refiere. Mientras que a los últimos se les reconoció sus derechos étnicos, culturales y, lo más importante, sobre el territorio (al hacerlos partícipes de las eventuales decisiones que se tomen sobre el lugar en el que ellos se asientan); el campesino siguió siendo el mismo de siempre: el más olvidado de los actores sociales por parte del Estado y la “comunidad mayor”.

Por supuesto, no se trata de un reproche retrogrado que exija una nivelación con otros sectores sociales. Al contrario, lo que se busca es reflexionar en torno a formas de llevar a los campesinos a la condición de dignidad e igualdad que se merecen ante el resto de los colombianos.

En ese sentido, una alternativa para lograr un mayor equilibrio, puede ser el uso activo de una figura legal que se instituyó a finales de la década de los noventa para defender los intereses del campesino sobre la tierra, lo que quiere decir, sobre su forma de vida.

Esta figura la constituían las Zonas de Reserva Campesina (ZRC), que aseguran al campesino la propiedad colectiva de la tierra y le otorgaban ciertas funciones de autoridad sobre el territorio, sin tener que pasar por el problemático medio de los partidos políticos y las tradicionales redes clientelares.

Sin embargo, el gobierno de Uribe dio reversa a la aplicación de esta institucionalidad y, sin quedar contento con esto, negó la existencia jurídica de las ZRC ya existentes, usando el trasnochado pero aún efectivo argumento de la infiltración guerrillera en las formas de organización campesina.

Ello evidencia la arraigada concepción que tiene un sector político tradicional del país acerca del campesinado, que al considerarlo una masa inerte, le niega su capacidad de organizarse, pensar y actuar por sí mismos.

Santos puede dar un pequeño pero importante paso para cambiar la historia del campesinado colombiano si, como lo ha venido haciendo, también en este campo hace lo contrario a su antecesor y comienza a darle un nuevo impulso a las ZRC.

De hecho, aunque de manera no decidida, ya lo ha venido haciendo. Esto podría ser una clave entre otras más para alcanzar la reconciliación del país.

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