Por:
Andrés Ricardo Vargas

 

Una política de seguridad para los ciudadanos no puede reducirse a un plan de guerra.

El gobierno considera que la Seguridad Democrática es “una verdadera política de Estado de largo plazo” y la ha puesto en el centro del debate electoral cuando ha afirmado, en diferentes escenarios, que “la idea es reelegir la Seguridad Democrática”.

Ninguno de los precandidatos presidenciales ha asumido el debate desde una perspectiva de políticas públicas, bien sea porque su estrategia electoral es construir una imagen de continuidad o porque, aun estando en la oposición, consideran que debe haber continuidad con ajustes (es el caso de Gustavo Petro o Rafael Pardo). Así, se ha configurado una unanimidad tácita alrededor de la Seguridad Democrática: ésta es central en la competencia electoral pero no es objeto de debate.

Dada la centralidad de la Seguridad Democrática en la agenda política actual, y su relevancia para el proceso electoral que se avecina, es importante proponer un debate informado y basado en evidencia sobre los aciertos y desaciertos de esta política pública de seguridad, así como sobre la pertinencia de su continuidad.

Un error de los críticos de la Seguridad Democrática ha sido no reconocer sus logros. A través de Política de Defensa y Seguridad Democrática se logró una victoria estratégica sobre los grupos insurgentes y una superioridad bélica tan favorable para el Estado que hoy en día es impensable una victoria militar de las guerrillas. Así mismo, es innegable que la desmovilización de los grupos paramilitares incidió de manera determinante en la disminución acelerada y significativa de los homicidios entre el 2003 y el 2006; igualmente, que disminuyeron drásticamente los secuestros y que se logró el control sobre los territorios estratégicos para el funcionamiento de la economía; es decir, aquellos donde se ubican los principales corredores viales, los oleoductos y las redes energéticas, entre otros.

La formulación de la Seguridad Democrática significó además un cambio de paradigma de seguridad fundamental en el que no se ha hecho suficiente énfasis: se pasó de la seguridad nacional a la seguridad humana. En efecto, esta política se funda sobre la idea de que el Estado debe garantizar la seguridad del ciudadano; ya no se trata de defender al Estado sino de proveer seguridad a las personas.

Sin embargo, luego de seis años de ofensiva estatal continuada contra los grupos insurgentes los niveles de violencia de conflicto continúan siendo muy altos, similares a los observados al final de la década del noventa. La tendencia a la disminución de los homicidios se ha estancado: alcanzó un “piso de cristal” en 2006 (en un nivel muy alto) y no hay evidencia que sugiera que lo podrá traspasar. Los grupos paramilitares se han reconfigurado en un fenómeno que Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (Cerac) ha denominado neoparamilitarismo, y ahora se expanden y crecen rápidamente.

La insurgencia, ubicada en los márgenes del país, se ha reacomodado a las nuevas condiciones de la guerra: la ofensiva militar ha venido perdiendo efectividad desde 2005 (a pesar de los reveses de gran importancia mediática y simbólica que sufrieron las Farc en 2008) y los cambios operativos de la los grupos guerrilleros (privilegian el sembrado de minas, los hostigamientos y las emboscadas) empiezan a darles réditos militares. Finalmente, la Seguridad Democrática en sí misma ha generado resultados no deseados, de los cuales los asesinatos de civiles fuera de combate cometidos por el Ejército son el caso más emblemático.

Las trasformaciones recientes del conflicto y de la violencia muestran que la Seguridad Democrática es insuficiente porque no ha acertado en diagnosticar correctamente el problema de la violencia armada en Colombia y es incapaz de aprehender la complejidad del fenómeno.

La implementación de la política ha reducido el problema de la violencia a los grupos armados, ignorando que este es un fenómeno con una profunda raigambre social. En lo local y lo regional la violencia no es producto de la acción “terrorista” de una minoría, sino una forma de producción y reproducción de órdenes sociales autoritarios que se han configurado y consolidado luego de décadas de guerra civil.

En ese contexto, los grupos armados no estatales pueden ser derrotados, pero se reconfigurarán como lo hicieron los grupos paramilitares ante las demandas sociales de violencia, o, en un escenario alterno, se profundizará la tendencia a la criminalización de los grupos estatales producto de esas mismas demandas (lo que es una explicación parcial de los “falsos positivos”).

El problema del país es la violencia armada y no los grupos armados no estatales. En este sentido la Seguridad Democrática falla en diagnosticar el problema y falla en dar una solución integral, duradera y satisfactoria. De ella se debe mantener el énfasis en la protección de las personas, pero es necesario formular una política pública de seguridad integral que aprehenda en toda su dimensión la complejidad del fenómeno de la violencia y su raigambre social, institucional, económica y política.

La superación de la violencia, así como la disminución de su impacto sobre el bienestar de la población y el desarrollo, debe ser el verdadero fin de una política de seguridad integral y progresista, no la victoria del Estado en la larga guerra civil colombiana. La Seguridad Democrática no debe ser reelegida porque la política pública de seguridad no puede reducirse a un plan de guerra. Y resulta un exabrupto pretender que el acuerdo fundamental de la comunidad política en materia de seguridad, la política de Estado, se reduzca al cómo ganar la guerra.

Artículo publicado en semana.com el 2 de Abril de 2009

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