Desde hace algunos días he venido sosteniendo públicamete que no es conveniente que se acceda a la petición de las FARC de una tregua bilateral.

En esta posición me he quedado relativaente solo: resulta difícil defender una posición contra una propuesta que en principio traería beneficios inmediatos de tipo humanitario a quienes sufren la violencia del conflicto.

En efecto, quienes la proponen y defienden, argumentan que una tregua bilateral cesaría el sufrimiento de las víctimas de la violencia, permitiría que las negociaciones se adelantaran sin los sobresaltos de la violencia y sin la presión de los actos militares de las partes. También se propone que humanizar la guerra adelantaría los beneficios de la negociación.

La lógica de estos argumentos, sin embargo, no conduce a su validez. Es improbable que una tregua termine de manera decisiva con la violencia del conflicto armado, si es que no se superan las causas que mantienen a la guerrilla en su ejercicio violento -finalmente no se los derrotó militarmente de manera completa. Tampoco es probable que la violencia no afecte las negociaciones: de hecho, es probable que este sea el escenario perfecto para que grupos extremistas opositores al acuerdo magnifiquen sus actos.

A mi juicio hay además una razón principal que además hace inconveniente una tregua.

Esta eventual tregua bilateral va en contravía de los objetivos y los principios de la negociación y con el acuerdo ya alcanzado, pues «anticiparía» el punto final del acuerdo y su objetivo final, el «cierre del conflicto». Esta anticipación por así decirlo, diluiría en el tiempo los beneficios y por tanto los incentivos que existen hoy en día para alcanzar el acuerdo.

El principal de estos incentivos -es mejor decirlo con sano cinismo- es la presión militar sobre las FARC: la cual es uno de los elementos -no digo que el más importante pero sí el que más hace presión para la negociación con esta guerrilla.

Un cese bilateral reduciría este incentivo para las partes. Incluso para el Gobierno, quien no tendría como legitimar ante la opinión pública un acuerdo para cerrar el conflicto, para acabar con la violencia guerrillera, pues ya esta se habría reducido.

La estructura de la negociación está planteada con ese objetivo final: cerrar el conflicto. Muchos de los procesos de paz fallidos con las FARC sucumbieron precisamente por la «paz a cuotas» que servía para prolongar una negociación sin objetivos precisos o concretos.

Una tregua, además, siempre podrá ser usada para fortalecer militarmente las partes: no dudo que en el cese unilateral de las FARC de fin de 2012 así se hizo.

Tan o más fuerte que el discurso de Iván Márquez en Oslo, es este intento de prolongar la negociación: para definir la tregua, implementarla y monitorearla, se requeriría o una mesa y un esfuerzo paralelo o posponer la negociación sobre los cinco temas sustantivos ya acordados.

A mi juicio, el intento de las FARC de discutir y alcanzar un acuerdo de cese bilateral busca en realidad romper los acuerdos ya alcanzados e imprimir un ritmo más lento y una agenda más amplia a la negociación, además de eventualmente transformar un proceso diseñado y acordado por las partes para la búsqueda del cierre del conflicto en uno de prolongación del mismo.

En contraste, la tregua -como acuerdos para regularizar o humanizar el conflicto- suponen desviar la atención de los negociadores del cierre y en últimas posponerlo.

Es mejor, por el bien del acuerdo y el futuro de la negociación que nos olvidemos de una tregua pronto: no para vivir la violencia de mañana, sino para que su cese sea definitivo.

Esa es la diferencia clave entre un cierre del conflicto y una tregua: toda tregua es necesariamente temporal.

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