El resultado de los últimos años de la estrategia estatal contra los grupos insurgentes ha sido un cambio histórico en el balance de poder en términos militares. Sin embargo, la fuerza militar es solo una de las muchas fuentes de poder de las cuales dependen las guerrillas. Igual de importante, si no más, es el apoyo popular, el cual descansa sobre los cambiantes grados de  legitimidad de que gozan los grupos armados no estatales, sus causas y sus métodos. Esto no es ninguna novedad, ni para el gobierno ni para la insurgencia.

La política del gobierno de Uribe tuvo como objetivo la deslegitimación de los grupos guerrilleros del país a través de la  re-enmarcación del conflicto Colombiano como parte de la guerra internacional contra el terrorismo. Esta estrategia tuvo cierto éxito, tanto en el nivel internacional como a nivel nacional, principalmente en las zonas urbanas alejadas de la realidad del conflicto armado.

Pero la disminución de la legitimidad de las guerrillas fue también el resultado de los hechos de las mismas organizaciones armadas. En su adaptación a la nueva estrategia militar estatal  -dependiente del apoyo de los Estados Unidos- y la criminalización de sus diferentes estructuras como resultado de la búsqueda de nuevas fuentes de financiación, la insurgencia se desmoralizó y dio la impresión de que había perdido su horizonte político y  su norte ideológico.

No obstante, ahora parece que los grupos guerrilleros han reconocido los límites de la violencia y están replanteando su estrategia. Las recientes declaraciones de las dos principales guerrillas, en particular el anuncio sobre el abandono de los secuestros por parte de las FARC y la declaración de hoy del ELN sobre  su disposición a replantear su ofensiva a la explotación petrolera, pueden ser entendidos de esta manera.

Al hacer un llamado por una humanización del conflicto, y al resaltar sus objetivos políticos, la insurgencia demuestra claramente que la recuperación de legitimidad ha sido la primera prioridad en esta nueva estrategia del conflicto.

Esas son buenas noticias para los que creen que la única salida del conflicto es a través de la vía pacífica porque abre por la posibilidad de diálogos de paz. Si con terroristas no se puede dialogar, con una insurgencia considerada legítima entre ciertos sectores de la sociedad civil, sí podría hacerse. Con criminales no se puede hablar sobre ajustes políticos, con una organización ideológica sí.

Pero mientras la insurgencia parece haber percibido que ya estamos en una nueva coyuntura donde la política es la única respuesta con sentido, el Estado y la élite política tradicional se empeñan en negar los límites y el agotamiento  de la estrategia militar, al tiempo que pasan por alto los cambios del clima político doméstico.

Así, por ejemplo, José Obdulio Gaviria hace homenaje a la politóloga española Edurne Uriate que “ironiza sobre la manida idea de que no hay que perseguir a los terroristas con la fuerza sino que hay que ofrecerles una negociación de paz”.

Ojalá se pudieran descartar, solo con una sonrisa, apreciaciones tan simples sobre las dimensiones políticas del conflicto colombiano y tan llenas de desdén por la paz.

El problema, es que este tipo de actitudes pueden tener el efecto contrapuesto pues deslegitiman la institucionalidad y sus representantes y realzan a los grupos insurgentes como los primeros promotores de la paz.

Si de verdad queremos ver el fin de la violencia en este país, echar para atrás no es una alternativa. Ya conocemos ese sendero, bordeado con muertos, desplazamientos y un creciente narcotráfico. Si realmente deseamos encontrar una salida al conflicto armado, hay que mirar hacia adelante. Sería muy triste si las únicas propuestas que nos guíen hacia el camino de la paz sean las de la guerrilla.

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