Columna publicada en ElEspectador.com

Dos nuevos enfrentamientos entre pandillas juveniles en las ciudades de la Costa Caribe se registraron en los medios de comunicación en los últimos días.

Este martes, cinco personas perdieron la vida en medio de una batalla campal entre jóvenes armados con piedras, palos y armas de fuego artesanales, en medio de un fuerte aguacero de invierno en el barrio El Romance (Barranquilla). Ayer, en la misma ciudad, pero en el barrio El Bosque, murió otro joven de 17 años en otra riña entre pandillas.
Este no es un caso atípico en esta región del país sino que, por el contrario, es una problemática recurrente en las zonas periféricas de ciudades capitales como Barranquilla, Santa Marta o Cartagena. La violencia que ejercen los jóvenes en estas ciudades tiende a ser “rudimentaria”, o, en otros términos poco articulada al crimen organizado, indiscriminada y con baja letalidad. Pero, precisamente por esas características, este fenómeno ha pasado inadvertido por las administraciones locales y, en el mejor de los casos, ha sido incorporado en la agenda pública de estas ciudades pero no como un asunto prioritario de seguridad.

La violencia juvenil rudimentaria no es exclusiva de la Costa Caribe, como lo encontró CERAC, en la investigación realizada para la Iglesia Católica “Violencia juvenil en 5 ciudades de Colombia: un estudio para la prevención”, este tipo de violencia se presenta en otras ciudades del país como Ibagué o Bogotá. Su rasgo fundamental es que quienes la ejercen se agrupan en pandillas con rasgos típicos de la violencia juvenil: se involucran en delitos menores como robos o riñas; venden droga sin controlar el negocio; le dan importancia a elementos identitarios; luchan por el territorio (más allá del control de rentas ilegales en él); y se involucran en rituales violentos, como las riñas en días de lluvia, que son acordados consuetudinariamente y ofrecen una oportunidad para ejercer dicha violencia dada la ausencia de la Policía en los territorios.

Adicionalmente, a diferencia de ciudades como Cali o Medellín, en Barranquilla o Cartagena, el grado de articulación de las agrupaciones juveniles con el crimen organizado es muy bajo. De ahí que los enfrentamientos sean librados de forma abierta, multitudinaria, con armas artesanales de baja letalidad. No obstante, estos eventos violentos generan graves afectaciones tanto a los pandilleros como a los demás integrantes de la comunidad. Muchos jóvenes no agresores, transeúntes y vecinos quedan inmersos en medio de estas riñas o sufren daños a sus patrimonios, dada la naturaleza indiscriminada de estos combates.

De igual forma, la situación de escasa articulación de estos grupos con organizaciones criminales más estructurados (oficinas de cobro, bandas criminales o mafias) se puede revertir en cualquier momento. De hecho, en ciudades como Cartagena se observa un riesgo latente de articulación de pandillas a la estructura criminal de la ciudad: grupos surgidos tras la desmovilización, como Los Rastrojos y Los Urabeños, han comenzado a subcontratar a pandillas locales y a crear escuelas de sicarios a las cuales ingresan estos jóvenes.

La disputa entre los herederos de los grupos paramilitares en toda la Costa Caribe, y en otras regiones del país, es un factor de riesgo para el recrudecimiento y agravamiento de la violencia juvenil. Quibdó, Buenaventura o Tumaco, han evidenciado cómo los jóvenes son los principales soldados, por supuesto subcontratados y “sustituibles”, de esta “nueva” guerra urbana. En ese contexto, el descuido o la desidia de las instituciones puede facilitar que la violencia de los jóvenes escale a niveles inesperados, como ocurre en Cali o Medellín, donde las agrupaciones juveniles tienen fuertes relaciones con el crimen organizado y emplean armas de fuego sofisticadas con altos niveles de letalidad.

Por lo tanto, medidas de prevención de la violencia juvenil y de contención de su escalamiento hacia niveles más graves, letales y profesionales no se pueden hacer esperar. Los gobiernos de las capitales caribeñas, así como el nacional deben diseñar e implementar cuanto antes una política pública para los jóvenes que ponga en el centro de la agenda la prevención de todo tipo de violencia que afecte a este grupo poblacional, sea como victimarios o como agresores

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