Hace tiempo que no se reportaba en los medios de comunicación acciones tan siniestras como las ejecuciones públicas por parte de grupos armados ilegales. Tal es el caso  en donde un grupo armado ejecuta en la plaza pública a un joven de 22 años en estado de indefensión y ante la mirada impotente de la comunidad de Santa Rosa (Nariño).  Este hecho no deja de sorprender, más aún después de la desmovilización de los paramilitares, quienes se caracterizaban por realizar estas acciones en el pasado.

Lo que pone en evidencia este acto es que el ejercicio de violencia de los grupos neoparamilitares desborda definitivamente las acciones de un grupo de criminalidad organizada. Principalmente por el espectáculo de las acciones y por el ejercicio público de la violencia.

Me explico, la violencia que se enmarca en los conflictos entre grupos armados es un acto comunicativo. Pero la diferencia entre los conflictos de los grupos de criminalidad organizada y los de los grupos de conflictos armados internos radica en el receptor del mensaje. La criminalidad organizada no tiene por práctica común hacer público el ejercicio de la violencia, y si lo hace, tiene un propósito comunicativo contra el otro grupo en contienda (por ejemplo, las ‘narcomantas’ y decapitaciones en México, los letreros que los Pepes le colgaban a los cadáveres  en la época de Pablo Escobar, etc.).

En el caso de los grupos armados de conflicto, por su parte, el receptor del mensaje no es solamente el contendor, sino también, y de forma deliberada, la población civil. La violencia de conflicto tiene un claro propósito de disciplinar a la población y establecer un orden social autoritario que se impone mediante el miedo buscando establecer un control territorial.

Este acto de ejecución pública demuestra una clara intención por generar un control sobre la población para imponerse como grupo armado hegemónico en la zona, retando, y en el peor de los casos, supliendo el monopolio legítimo del Estado para proveer servicios de seguridad y justicia. Hay que notar el parecido de este acto con otras masacres cometidas en el pasado por paramilitares, que también tuvieron expresiones públicas y de espectáculo de la violencia, como la del Salado, con el fin de establecer control sobre la población y el territorio. Entonces, queda una pregunta: ¿estaremos retornando a las prácticas clásicas del paramilitarismo con un propósito diferente al de combatir a la guerrilla?

Ahora bien, lo más preocupante de este y de otros actos de intimidación de los grupos neoparamilitares, como el paro armado de los Urabeños, o como el control que tienen en otras zonas de la costa atlántica, es que la población civil sigue en el medio del conflicto como un activo para disputar el control territorial, no solo a otros grupos armados ilegales, sino al Estado mismo.

Lo que pone de manifiesto esta dinámica de violencia neoparamilitar es que hasta que no se entienda que estos grupos todavía hacen parte de un conflicto armado -y se les analice como tal-, no habrá soluciones efectivas para combatirlos. El Estado, a la luz de su responsabilidad de proteger a la población, debe buscar mecanismos sostenibles, no solo de combate y desmonte de estas estructuras, sino de fortalecer y consolidar el ejercicio de los servicios de seguridad y justicia, para proveer el escenario ideal que permita romper con los órdenes autoritarios impuestos por estos grupos.

Los órdenes sociales autoritarios son difíciles de romper en un contexto de violencia prolongada. Pero ante la efectiva herramienta del miedo, un Estado presto a rodear a la población civil, no solo con presencia militar, sino con un acercamiento que permita empoderar a las personas para que los conflictos sociales se regulen por otros mecanismos diferentes al miedo, puede ser parte de la respuesta para aprender de las violencias pasadas, para que actos como este no vuelvan a suceder.

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